11 mayo, 2007

Victimas del radar

¿Quién le iba a decir al señor Wattson-Wat, famoso científico e ilustre inventor en 1935 del radar, que sirvió en la segunda guerra mundial para ayudar a los aviones de la RAF a ganar la batalla de inglaterra que su descubrimiento se iba a convertir tres cuartos de siglo más tarde en la pesadilla de los conductores españoles de automóviles?

Una lluvia incesante, qué digo una lluvia, un autentico diluvio, un torrente de notificaciones por exceso de velocidad llega todos los días por correo certificado a la sufrida población desposeyéndola de puntos en su canté de conducir y quebrantándola duramente en su economía.

Ya han comenzado los dramas personales, profesionales y económicos de esta frenética caza de un sistema que tiene cada vez más tintes orwellianos en su obsesión controladora, y que amenaza con dejar sin su instrumento de trabajo a una parte de la población. Obsesionada la administración en su afán recaudatorio, coloca controles que son autenticas trampas en curvas y túneles, con estrategia de dudosa honestidad, con límites de velocidad que son irrisorios.

Naturalmente que había que acabar con la conducción temeraria o bajo los efectos de drogas y alcohol, pero para eso bastaba con reformar y aplicar el código penal.

Estoy seguro de que si pudiera utilizarse el radar para detectar prevaricaciones, tráfico de influencias, sobornos o denuncias falsas, el gobierno no iba a ser tan diligente en el castigo, porque esas son las prácticas habituales en los aledaños del poder, del que siempre sale beneficiado el partido que manda. Sabemos que la democracia es muy cara y que la tenemos que pagar entre todos, unos más que otros, porque al poder siempre le es más cómodo proceder contra el indefenso.

Y también sabemos que la democracia no sólo no acaba con la corrupción, sino que la estimula. Sabemos igualmente que la democracia es libertad, pero una libertad amenazada por las veleidades gubernamentales, dispuesta a prohibirnos que consumamos hamburguesas, que fumemos o que nos tomemos una copa. Uno recuerda con repugnancia los años de dictadura, pero al menos en aquellos años sin libertad teníamos la de hacer lo que nos diera la gana, y además sin pagar impuestos.

Miguel Torres

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