25 febrero, 2011

El libro "La hora del recreo" denuncia el trabajo infantil.

El libro "La hora del recreo" es una iniciativa social en la que la Fundación Telefónica lleva trabajando más de un año para concienciar a la sociedad de la necesidad de erradicar el trabajo infantil.
Con este proyecto la Fundación Telefónica trata de hacer visible la realidad social de 14 millones de niños, niñas y adolescentes que se ven obligados a trabajar en Latinoamérica.


Este proyecto se creó en dos partes. Para la primera parte la Fundación desplazó a cinco fotógrafos de reconocido prestigio a distintos paises de América Latina para que captasen con su cámara realidad de estos niños trabajadores.

Con el material obtenido los fotógrafos hicieron un proceso de selección de las imágenes y estas les fueron entregadas a 16 escritores para que hiciesen un cuento sobre cada niño,  basándose en lo que les sugería la fotografía y sus historias personales.

Este relato que aparece aquí debajo pertenece a Espido Freire y se titula "Plástico y papel".

PLÁSTICO Y PAPEL

 
Lo que más me gusta es el plástico: si es rojo y resistente, mejor. Lo que menos, el metal, aunque debería ser al revés, porque pagan mucho más y con más ansia el metal, no digamos ya si encuentro un pedazo de cobre. No resulta frecuente, porque los pepenadores mayores se han especializado ya en el cobre, y parece que lo olieran, como si esos hilos brillantes y rojizos emitieran señales invisibles, y sólo los elegidos pudieran percibirlas.

El plástico nos lo dejan a los medianos, a los que estamos dejando de ser niños, pero nos falta aún barba y estatura para ser hombres. Lo cierto es que no le hacemos ascos a nada: en este enorme vertedero se encuentra de todo, y casi todos nos movemos en la manera más eficaz, por pequeños grupos de distintas edades. Mi hermano el de nueve, el más escurridizo y más ágil, se las apaña para trepar entre las montañas de basura y distribuir al resto del equipo. Mi hermana sostiene con cuidado infinito los pedazos de cristal que puede merecer la pena llevarse consigo: encuentran destino en las ventanas de las chabolas como las nuestras, y muchas veces no pagan con dinero, sino con comida para ella.

Los pequeños se han encargado siempre de lo más peligroso, porque si nos llega a ocurrir algo resulta más rentable que les suceda a los que aún no se han especializado, y porque no hay nada más habitual que la muerte de los niños, ni más barato que hacer otro.

Hacía tiempo que no nos adentrábamos en el vertedero, y encuentro muchas cosas cambiadas; caras nuevas y algunas ausencias. Ellos también nos observan con prevención: nos palpan los brazos y las piernas con la mirada, y aprecian que hemos engordado. Unas semanas sin trabajo, en la escuela, con leche y galletas, obran maravillas.

Cuando como mejor, noto que me despierto con mayor valentía frente a la vida, y que, al mismo tiempo que mis pantalones se acortan, yo aprendo y crezco. Cuando no como, sólo hay una cosa en mi cabeza: comida, comida, cualquier tipo de comida, la siguiente comida. Me pregunto si el anterior novio de mi madre, el padre de mi hermanita bebé, sentiría lo mismo con el alcohol.

Cuando amanecía, muy tarde, con los ojos enrojecidos y la boca hedionda, nada importaba, hasta que apretaba en la mano un vaso, y entonces la mirada humana regresaba a su rostro.

Casi no lo recuerdo, porque mis memorias han sido sustituidas por las montañas de basura, las luces del campamento y los senderos entre el polvo, pero nosotros procedemos del campo.

Mi madre, y mi padre, nacieron allí, y allí nací yo, un lagartito escurrido. Creyeron que moriría. Mi madre había cumplido recién los trece años, la misma edad que tengo ahora yo, y apenas engordó durante el embarazo. No tenía con qué. Conmigo a la espalda, caminaron hasta la ciudad, y se instalaron como los demás que habían llegado en último lugar: con las estrellas como techo. Mi madre habla con un dejo de nostalgia de aquellos días. Era joven, había parido su primer hijo, y dormía con el hombre que amaba. Luego mi padre desapareció, y la dejó sola, y de pronto reparó en que era inmensamente pobre.

Seguimos siendo pobres, pero no tanto. Nuestra chabola es de madera y lata, y no de cartón. Los tres hermanos mayores vamos a la escuela, y el bebé lleva pañales de verdad, no de tela. En la fábrica en la que mi madre limpia le dan de vez en cuando restos de comedor, y cenamos como es debido, alubias caliente y maíz, y rodajas de plátano. Los cuatro lucimos zapatos, y así, cuando hay que regresar al vertedero para rebuscar, se camina rápido y con seguridad.

Ya leo casi todas las frases de mi libro, y escribo muy bien. Mi madre me pide que ayude a los pequeños, pero son pequeños: bastante hago con cuidarles.

Me sigue gustando el plástico, sobre todo el rígido, el que se emplea para los juguetes y los coches; pero a veces acaricio el papel de mi cuaderno, o el de mi libro, mucho más suave, un poco brillante, y comienzo a darme cuenta de que mi material preferido es el papel.

Texto: Espido Freire

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