El bronce fue la primera aleación verdaderamente útil obtenida por el hombre. Tanto, que dio nombre al período prehistórico de su alumbramiento. Empuñada con valor y suficiente crueldad, una espada de bronce conquistaba el mundo. ¿Pero qué es el bronce? Pues es, fundamentalmente, cobre con un 5% de estaño. Tan sólo ese poco estaño convierte la maleabilidad y ductilidad del cobre en la acerada dureza del bronce. Igual sucede con las sociedades, que una pequeña proporción de cierta clase de hombres convierte un rebaño mansurrón en una fiera horda.
En la guerra, los más duros son los que se señalan y son represaliados; o los que van al frente y, consecuentemente, son los que mueren. Quizá el paradigma de la ciudadanía valerosa sea la alemana de la Segunda Guerra Mundial; ésa que defendió Berlín hasta la extenuación: decenas de miles de jóvenes, casi niños, cayeron ante los fusiles rusos. Por suerte para Alemania, casi todas sus hembras en edad de merecer fueron violadas repetidamente y preñadas por los eslavos rusos, que tampoco eran cobardes precisamente, muchos de ellos venían de defender Stalingrado o Moscú. De ahí que Alemania se alzara en pocos años y siguiera teniendo su espíritu ciudadano incólume. Pero en la extenuante Guerra Civil Española el esperma de los muertos indomables no fue sustituido más que por la espermatorrea de los cobardes, los estraperlistas y los meapilas.
Los muertos en la Guerra Civil —las cifras son realistas— fueron unos 500.000, más o menos. La mitad, murieron en los frentes. Unos 60.000, en las retaguardias, en bombardeos, o como efectos colaterales. La estimación de muertos fuera del frente, los ejecutados, fusilados, como consecuencia de la Guerra Civil Española puede cifrarse en 190.000. De ellos, unos 50.000 fueron muertos en la retaguardia de la zona republicana; y otros 100.000, en la retaguardia de la zona franquista. A estas cifras hay que añadir alrededor de 40.000 muertos en la represión que siguió a la guerra en forma de prolongadísimo goteo de ejecuciones sumarias —sin garantías procesales, o sea, viles asesinatos—.
"En la extenuante Guerra Civil Española el esperma de los muertos indomables no fue sustituido más que por la espermatorrea de los cobardes, los estraperlistas y los meapilas."Se calcula que, como consecuencia sólo de esos fusilamientos, hubo una merma de natalidad en España de unas 600.000 personas; y si se toma como base el total de muertos en la Guerra Civil, de unos 2.000.000 de personas que vivirían hoy. ¿Lo veis? Es el 5% de la aleación que nos falta a los españoles: Esos "no nacidos" hubieran sido los valientes capaces de oponerse al franquismo y al postfranquismo, dignos hijos de quienes eran. Franco, ese grandísimo hijo de puta, sabía todo esto. Y no dejó ni uno. Como si fuera un jardinero experto en las leyes de Mendel y en la teoría de Darwin, lo que dejó vivo era fiel portador de esa cobardía genética que él cultivó con mimo, porque le iba en ello su supervivencia como tirano.
Así es, amigos lectores: cosa de las aleaciones, el bronce durísimo puede volver a ser manso cobre si se le esquilma el estaño. Los españoles, por culpa de la Guerra Civil, y de la tiranía franquista de 40 larguísimos años que le siguió, perdieron casi toda su hombría, y su resiliencia de buen bronce se fue transmutando en blandenguería cuprínea de borregos baladores: "¡Franco, Franco, Franco!". Y los más mansurrones corrieron a ocultar su profunda y repugnante cobardía en las iglesias. Y medraron como coadjutores, acólitos, sacristanes, monaguillos, santeros, campaneros, cabilderos, miembros de patronatos, organistas, cantores, niños de coro. Y los más listos se hicieron de Colores, o del Opus, o de los Guerrilleros de Cristo Rey, o de los Legionarios de Cristo. ¡Y esa morralla genética ha resultado ser, además, la más prolífica!
Cambiando astutamente las proporciones de la aleación, fusilando muchísimo, impartiendo innúmeras extremaunciones, con el antiguo bronce con el que se forjaron cañones y bayonetas, con los millones de broncíneos y bien puestos pares de cojones de tantos españoles —cuyo pecado fue tratar de traer la modernidad a España, aunque fuera con siglos de retraso—, la Iglesia del Glorioso Movimiento Nacional fundió campanas que aún suenan graves, que tañen lúgubres a muerto desde las altas torres de las catedrales que adoquinan el Estado de las Autonomías. El muerto, de cuerpo presente aún, es España.
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