23 noviembre, 2007

El rastro de los más pobres

Este relato está basado en una historia real. Habla sobre un rastrillo, aunque ese nombre quizás le venga demasiado grande, ya que no existe ningún nombre para definirlo. Simplemente es el rastro de los más pobres.

La primera vez que lo ví me pregunté como podía haber gente que comprase los objetos allí expuestos. Zapatos viejos, discos recogidos de la basura, un trozo de cable de corriente, cajas de latón, bolsas y trapos viejos por todos los lados, en un caos dificil de entender.

El rastro donde los más pobres buscan el objeto que les haga el servicio, sin importar las veces que ha sido usado. Y lo peor de todo es que cada vez hay más gente que se ve en la necesidad de comprar en ellos.


EL RASTRO DE LOS MÁS POBRES

Lo contó, aquí mismo, Diego Caldentey, amigo y compañero de páginas. Habló de ese mercadillo increíble que, al lado del mercado de la Cebada, se montaba cada día. Más de un año después el mercadillo ha seguido creciendo y ahí sigue. Es el mercadillo más pobre de los más pobres. El mercadillo, el Rastro pobre, miserable y sórdido.

Un hombre de aspecto cansado contempla la mercancía extendida a sus pies. Mira como si ni él mismo creyera que alguien se vaya a interesar por los objetos colocados sobre un trapo sucio y deshilachado. Hay unos zapatos lustrados posiblemente a base de saliva, con ese abarquillamiento de las cosas usadas y desgastadas. Hay zapatillas deslucidas por el uso, deportivas descoloridas. Objetos que nadie recogería de unqa bolsa de basura, de un contenedor, de una papelera.

Alguien pregunta el precio, mueve la cabeza y se aleja hacia los otros puestos: aquí alguien vende viejas bolsas de viaje de cremalleras rotas, pantalones de chándal mil veces lavados, un jersey que ha dado de sí y tiene sueltos sus puntos, tornillos que nadie sabe para qué pueden servir, un radio casette con las huellas marcadas en sus antiguas teclas, pilas que, probablemente, perdieron hace tiempo su energía, tapetitos que un día cubrieron la camilla del brasero, cables sueltos, viejas novelas de amor, fotografías en las que se ha quedado la historia de una familia ya olvidada… trozos de vida, restos del naufragio de hombres y mujeres que ven pasar la mañana, charlando o en ese silencio del abandono.

“Y esto, ¿da para vivir?”. El hombre mira como si le sorprendiera la pregunta. Luego, resignado, con una media sonrisa burlona, pregunta a su vez “¿Usted qué cree? Si a esto le llama vida…”.

Pasan las mujeres con la cesta de la compra. Se paran. Miran. Mueven la cabeza con un punto de conmiseración. Los viejos matan la mañana recorriendo los miserables puestecillos una y otra vez. “Por hacer algo, pero yo no compro”, dice alguien. No compra nadie. Pero, hoy, un día más, ellos esperarán, impasibles y resignados, a ese imposible cliente que les permita ganar algún euro, o a la pareja de municipales que, periódicamente, les obligará a levantar el puesto con mercancías que ni siquiera la policía quiere decomisar.

Autor: Rodolfo Serrano - Diario Qué

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